En septiembre de 2011, Facundo y Emilia y , junto con sus 4 hijos, dieron un paso trascendental: compraron su primera vivienda. El inmueble estaba ubicado en la Ciudad de Buenos Aires.
Se pagaron USD 150.000 al contado y se firmó la escritura correspondiente. Nada hacía prever que aquella operación, mediada por inmobiliaria y con escritura en regla, escondía un serio problema.
La propiedad ofrecía un atractivo extra: una ampliación en el primer piso que prometía sumar metros cuadrados útiles. Esa característica fue destacada en la publicidad de venta y se convirtió en un argumento clave para decidir la compra. Pero apenas instalada la familia, llegó una notificación inesperada: una cédula del Gobierno de la Ciudad informaba que la obra de ampliación estaba clausurada por carecer de permisos. En la puerta, la faja de clausura era un recordatorio constante de que lo adquirido no era lo prometido.
El ocultamiento del vendedor
El vendedor Carlos (nombre de fantasía) ya sabía que la obra estaba clausurada. Incluso había tomado vista del expediente administrativo y se había comprometido a presentar documentación, cosa que nunca hizo. Lo más grave: no informó nada a los compradores antes de la venta.
La faja de clausura no afectaba solo a la obra inconclusa: también pesaba sobre el inmueble en su conjunto, disminuyendo su valor de mercado y obligando a la familia a iniciar trámites engorrosos para intentar regularizar la situación.
El juicio y la primera sentencia
Ante esa realidad, los compradores iniciaron una demanda por daños y perjuicios. Reclamaron la restitución de los gastos destinados a la regularización administrativa (honorarios de arquitecto, escribana, tasas de construcción) por un total de $20.989, y además solicitaron $80.000 por daño moral.
El juez de primera instancia les dio la razón solo en parte: reconoció el daño material, pero rechazó el daño moral al entender que no se había probado un sufrimiento “intenso” derivado de la clausura.
La apelación y el giro en la Cámara Civil
La familia apeló. Argumentó que el daño moral era evidente: tuvieron que habitar su primera vivienda con una faja de clausura en la puerta, soportar trámites interminables y convivir con la sensación de haber sido estafados.
La Cámara Nacional de Apelaciones en lo Civil, Sala K, les dio la razón. El tribunal entendió que:
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El ocultamiento del vendedor constituyó un incumplimiento grave de su deber de información y buena fe.
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La colocación de una faja de clausura en una casa ya habitada no es una mera “molestia”, sino una afectación espiritual y familiar significativa.
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La privación de pleno goce de la vivienda y el menoscabo del ánimo justificaban el resarcimiento.
Con esos fundamentos, la Cámara modificó la sentencia y fijó el daño moral en $400.000 (a valores de 2018), además de confirmar el reintegro por los gastos materiales.
Hechos y derechos en juego
Este caso es un ejemplo claro de cómo se cruzan los principios del derecho civil clásico con la visión moderna de los derechos del consumidor:
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Buena fe contractual (art. 1198 CC, hoy art. 961 CCCN): el vendedor tenía el deber de informar la situación administrativa del inmueble.
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Deber de información (Ley 24.240 de Defensa del Consumidor, art. 4): el comprador debe recibir datos claros y veraces sobre el producto o servicio.
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Responsabilidad por vicios ocultos (arts. 2164 y 2165 CC, hoy art. 1053 CCCN): aunque la escritura se haya firmado, los defectos no revelados generan responsabilidad.
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Daño moral (art. 522 CC): procede no solo frente a lesiones físicas, sino también cuando se afecta la paz espiritual, la seguridad o el disfrute de la vivienda.
Los $400.000 de 2018, actualizados por la inflación acumulada y convertidos al tipo de cambio actual, equivalen hoy a una cifra cercana a USD 55.000 – 80.000, según el índice que se use. Es decir, el daño moral reconocido judicialmente representa casi el valor de un departamento chico en la actualidad.
El fallo marca un hito: vivir con una faja de clausura en la puerta de tu casa no es una simple incomodidad, es un golpe directo a la dignidad y tranquilidad de la familia. La justicia entendió que esos padecimientos merecen reparación económica.