Las curiosas regulaciones de los juegos y entretenimientos en la Ciudad de Buenos Aires

 

En Buenos Aires, hasta el juego tiene reglamento.
Y no cualquier reglamento: un entramado de decretos, ordenanzas y disposiciones que cuentan, a su manera, la historia de cómo la ciudad quiso ponerle reglas al ocio.


⚖️ La era de los autitos y las bridas

Corría 1942. Mientras el mundo estaba en guerra, la ciudad de Buenos Aires regulaba… el tiro al blanco.
El Decreto 05/42 prohibía las armas de fuego en los “salones de tiro” y ordenaba que las de aire comprimido estuvieran “atada[s] al soporte con una brida”. Literal.
Una suerte de precuela del “uso responsable de la diversión”.

Unos años después, en los sesenta, el automodelismo —esa práctica de correr autitos eléctricos en pistas— solo podía hacerse en clubes o instituciones religiosas.
Nada de improvisar un circuito en el living: el juego debía tener personería jurídica y bendición institucional.


🎳 Bowling, flippers y un toque de burocracia

En los ‘70, las “canchas de bolos o bowling” ganaron su propio artículo: la Ordenanza 25.152 decía que podían funcionar en bares, cafés o confiterías… pero solo si el local no acumulaba demasiadas infracciones.
De lo contrario, el castigo era claro: un año sin poder volver a jugar.

La ciudad ya intuía que detrás de cada ficha, detrás de cada tiro al pino, había una cuestión moral y administrativa a mantener bajo control.


🕹️ El metegol como asunto de Estado

Llega 1980 y Buenos Aires descubre que el fútbol de mesa —el metegol de toda la vida— también necesitaba una norma propia.
La Ordenanza 36.115 fue tan minuciosa como entrañable:

  • Los locales debían tener 200 m² como mínimo,

  • No podían estar a menos de 200 metros de una escuela,

  • Se permitían solo seis habilitaciones por semestre,

  • Y estaba prohibido vender alcohol, cigarrillos o dejar entrar chicos con uniforme escolar.

La diversión tenía que ser ordenada, moral y luminosa. Literalmente: la norma exigía que la fachada permitiera ver desde la calle lo que pasaba adentro.
Transparencia lúdica antes de que existiera la “transparencia institucional”.

Al año siguiente, se sumó el “hockey de mesa”, con su propia proporción de metros cuadrados por mesa.


🎱 Billar, videojuegos y la moral del joystick

En 1983, el billar volvió a los bares, pero con condiciones: no podía ocupar más del 40% del local, debía mantener distancias exactas (1,60 metros entre mesa y pared, 2,20 de la barra) y todo tenía que estar a la vista.
Nada de habitaciones ocultas ni rincones oscuros: el juego debía ser visible, controlado y medido.

Cinco años más tarde, el Decreto 2791/88 intentó poner orden al auge de los flippers y video games.
Solo se permitían los de “habilidad y destreza”, no los de azar.
Y si el local estaba a menos de 100 metros de una escuela o templo, clausura inmediata.

Pero el capítulo más insólito llegó en 1998: la Ley 16 prohibió el videojuego Carmageddon, aquel clásico donde ganar significaba atropellar peatones virtuales.
La norma, pionera en censura gamer, también prohibía “todo software orientado a la destrucción de personas mediante vehículos automotores”.

Buenos Aires había encontrado su línea roja: el joystick no podía violar el Código de Tránsito.


👶 Castillitos inflables y psicomotricidad bajo control

Ya entrado el siglo XXI, la diversión infantil también tuvo su decreto.
La Disposición 1169/04 estableció reglas para los “salones de juegos psicomotrices infantiles”:
certificados de seguridad estructural, personal idóneo, servicio médico contratado y plano visado.

En resumen: para que un nene pueda tirarse en un pelotero, hace falta casi tanto papeleo como para abrir un restaurante.


🧩 Jugar con permiso

Detrás de esta maraña de normas hay algo más que exceso de control.
Hay una idea de ciudad: una que intenta equilibrar el disfrute con la seguridad, el ruido con el descanso, la libertad con la convivencia.

Porque el derecho también regula el ocio.
Y en Buenos Aires, incluso el metegol, el flipper o el inflable son —literalmente— asuntos de Estado.

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