En cada época aparece la misma tentación: la de “proteger” a la sociedad prohibiendo aquello que suena incorrecto, incómodo o “peligroso”. La gente de mentalidad convencional —como la llama Paul Graham— repite siempre la misma frase: “No queremos censurar todas las ideas, solo las malas.”
A simple vista parece razonable. Pero ahí es donde empieza el problema.
Paul Graham lo dice así: “The conventional-minded say… that they don’t want to shut down the discussion of all ideas, just the bad ones. You’d think it would be obvious just from that sentence what a dangerous game they’re playing.”
Tiene razón. Porque para decidir qué idea está “mal”, hace falta un sistema. Un proceso. Y como señala Graham:
“Any process for deciding which ideas to ban is bound to make mistakes… no one intelligent wants to undertake that kind of work, so it ends up being done by the stupid.”
En derecho lo sabemos de memoria:
un sistema que tiende a equivocarse necesita un margen de error. Algo que amortigüe los excesos. Es el espíritu del in dubio pro reo: si vas a sancionar, hacelo con cuidado.
Con la libertad de expresión pasa lo mismo: necesitás tolerar más, no menos, justamente para no enterrar ideas legítimas por error. Pero según Graham, ese margen nunca aparece. ¿Por qué? Porque los “guardianes” empiezan a competir entre ellos para ver quién es más moral, más puro, más severo. Lo describe así:
“Enforcers of orthodoxy can’t allow a borderline idea to exist… a race to the bottom in which any idea that seems at all bannable ends up being banned.”
La lógica es simple y peligrosa:
si dejás pasar una idea que está “ahí al límite”, otro va a venir a decir que sos blando. Que no estás cuidando nada. Que no sos “suficientemente puro”.
Y así empieza la carrera hacia abajo. La libertad de expresión como freno a las sobrecorrecciones
Las constituciones modernas —del artículo 14 argentino a los tratados internacionales como el Pacto de San José de Costa Rica o el Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos— protegen la libertad de expresión por un motivo simple: Porque un sistema de censura se equivoca mucho más que el debate abierto.
La Corte Interamericana ya lo dijo incontables veces:
la libertad de expresión incluye el derecho a decir cosas molestas, irritantes, impopulares o “equivocadas”.
Si solo se permite decir lo que agrada, no es libertad: es protocolo.
Las sociedades se robustecen discutiendo, no acallando.
Cuando prohibís demasiado, terminás prohibiendo todo
Lo que Graham llama “race to the bottom” es un fenómeno jurídico bastante conocido:
– regulaciones que quieren abarcar demasiado,
– funcionarios que sancionan para evitar críticas,
– instituciones que prefieren mostrarse duras antes que justas.
Esa lógica asfixia.
Nadie se anima a plantear hipótesis, a explorar ideas nuevas, a expresar dudas.
Y una sociedad que deja de pensar empieza a retroceder.
La libertad de expresión funciona entonces como una válvula de seguridad democrática. Aceptamos un poco de ruido —y a veces bastante— para evitar males mucho peores: la represión, la autocensura, el pensamiento único.
Si empezamos a prohibir ideas porque “no nos gustan”, enseguida aparece una fila de mini-guardianes compitiendo para ver quién castiga más. Y cuando te querés dar cuenta, ya no podés decir ni A ni B sin mirar por encima del hombro.
La libertad de expresión es exactamente lo contrario: es el espacio donde la sociedad respira.
Donde lo que molesta se discute, no se tapa.
Donde el error no se penaliza antes de pensar.
Obviamente, sí hay leyes contra el discurso de odio, racistas, misóginos, violentos, etc. para proteger a la sociedad contra la violencia y a ciertos grupos o colectivos vulnerables. Y también leyes contra la difamación, protección del honor como calumnias e injurias. Pero siempre con responsabilidad ulterior y nunca censura previa.